Domingo de Ramos, una solemnidad con cierto sabor “agridulce”… Resuenan este día los «¡Hosanna!, ¡Hosanna!», gritos de alegría y bienvenida. Salimos también nosotros con palmas y ramos, así como pasó dos mil años atrás, para bendecir igualmente al Señor que llega: «¡Bendito el que viene en nombre del Señor!». No podemos negar, sin embargo, un no sé qué de misterio, tristeza o sentimiento de hipocresía…
Y es que, ¿a dónde irá a parar tal júbilo y alabanza la noche del Jueves y Viernes Santo? Ya lo sabemos… ¿Acaso cambiarán todos los testigos e involucrados en la fiesta de Ramos? ¡Imposible! Los judíos habían asistido, todos, a las fiestas de Pascua, como estaba prescrito en la Ley; así que no serán distintas las miradas ni las voces, serán tristemente las mismas de hace cuatro días… Los mismos que lo exaltaron lo estarán crucificando dentro de poco.
Jesús, aun sabiéndolo, entra así decidido a Jerusalén para que se le honre como quien verdaderamente es: el Señor y Mesías. Si alguno lo duda que recuerde la profecía de Zacarías:
¡Alégrate mucho, hija de Sión! ¡Grita de júbilo, hija de Jerusalén! Mira que tu Rey viene hacia ti; él es justo y victorioso, es humilde y está montado sobre un asno, sobre la cría de un asna (Zac 9,9).
El Señor viene, nuestro Mesías está llegando. ¿Cómo no alegrarnos? Los próximos días lo veremos sufrir, dar su vida por nosotros de un modo único e irrepetible. Abandonado por todos, a excepción de un grupo de almas fieles, llegará hasta exclamar desde la cruz:
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?, ¿Por qué estás lejos de mi clamor y mis gemidos? (Sal 21, 2).
¡Qué oscuridad habrá sentido para lanzar tal pregunta! Pero no, su Padre no lo ha abandonado, está ahí aunque calle y se complace en su Hijo muy Amado viendo cómo, por su obediencia hasta la muerte, se realiza en Él la redención de cada hombre.
¡Cuánto amor en medio de tanto dolor! ¿Cómo es posible esto? El salmo de hoy nos invita a poner en labios de Cristo estas palabras:
Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento (Is 50, 4).
Sólo Él, Palabra eterna, puede decir en verdad al abatido una palabra de aliento, una palabra de vida, una palabra de amor.
Alegrémonos y honrémosle, por tanto, pero pidamos también a Dios la gracia de ser cada vez más sinceros y leales en nuestro amor a Cristo; de este modo nuestra fe en Él no quedará en manos del vaivén de los sentimientos y de la muchedumbre.
Escrito por P. Agustín Rangel, LC
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