El miedo más fuerte no es tanto a la tormenta, sino a nosotros mismos… ¿tendremos la capacidad de resistir lo que venga, de superarlo? ¿estamos preparados para ello? Y si la inseguridad personal azota recio, todavía más se deja entrever la fe teórica y no práctica, la esperanza opaca, la caridad menguada… ¿Por qué? Porque la vida no se desarrolla sólo a nivel humano y psicológico, sino también espiritual: nos hace falta experimentar a Cristo profundamente.
No basta ir en la barca junto a Él, sino saber que vamos con Él. Es diferente ir nosotros acompañados de Cristo, que ir acompañando a Cristo. De lo primero brota el autoreferencialismo, la falta de libertad, los esquemas rígidos y poco abiertos al Espíritu; de lo segundo, el camino lo marca Él, nosotros sólo debemos caminar.
Por lo demás, en el lago, ¿cuál camino? Si en la tierra nos daría confianza que Cristo tuviera el camino presente, y así nosotros seguirlo con más seguridad, en el agua la barca va a la deriva, movida por la tormenta… ¡Pero vamos con Cristo!
¿Qué significa, pues, ir con Cristo? No ver el desenlace pero saber que será el mejor… Y de nuevo, nos hace eco la fe. Pero la fe como adhesión a Él, contraria a todo temor y amedrentamiento: se podrá estar hundiendo el barco, podrá Jesús estar dormido… la situación, objetivamente hablando, desesperante. Y es cierto, a veces, en momentos así, parecería que la fe se limita al plano subjetivo de actitudes interiores… pero no es así, pues quien tenga fe como un grano de mostaza moverá montañas. La dinámica de la fe engloba la realidad, la involucra e influye activamente en ella… ¿hasta dónde llega tu fe?